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A Universidade da Coruña apoia o Parque Natural no Monte Pindo

A Universidade da Coruña apoia o Parque Natural no Monte Pindo

Aprobou onte o Consello de Goberno da Universidade da Coruña sumarse á petición de que a Xunta catalogue o Monte Pindo como Parque Natural. Fíxoo a petición da Asociación Monte Pindo Parque Natural, que segue traballando pola protección deste espazo natural singular.

A UDC convírtese asi na primeira das tres universidades galegas que apoia oficialmente a declaración do Parque Natural, aínda que dende a Asociación carnotá esperan que en breve o fagan tamén a USC e aUVIGO que o tratarán proximamente nos seus órganos de goberno.

Son centos de entidades as que apoian a declaración e o Consello únese así para facer máis fincapé na necesidade dunha maior investigación e divulgación científica arredor do Olimpo Celta.

O Monte Pindo en 20194

Monte Pindo dende Corcubion na Revista Alborada-Buenos Aires 1931- Fonte-Luis Lamela O Monte Pindo dende Corcubión. Imaxe da Revista Alborada, Buenos Aires 1931. Fonte - Luís Lamela

Luís Lamela vén de recuperar un artigo de prensa titulado "Un gran salto de agua. Los misterios del Pindo", asinado en Madrid e publicado no Ideal Gallego do 22 de setembro de 1924 por J. Figueroa Domenech, natural do Pindo que xa editara en México Guía general descriptiva de la República Mexicana en 1899 e Veinte meses de anarquía en 1913. Publicamos respectando a grafía tal e coma a transcribiu Lamela.

 

"Un gran salto de agua. Los misterios del Pindo"

Cuando los azares de mi vida, que no las bienandanzas, me llevan al querido rincón donde yo nací y mis padres murieron, prefiero llegar a él por el mar a recorrer los noventa y ocho kilómetros de triste y retorcida carretera que median entre Corcubión y La Coruña; y no lo prefiero tan solo por la mayor comodidad del medio locomotivo, sino también por gozar del grandioso panorama que ofrece la amplia rada de Finisterre.

 

Al poniente, el cabo de Finisterre, yergue y recorta su lomo en el horizonte con lineas de fuego cuando el Sol desciende al ocaso y entristece el ánimo con el silencio de las lontananzas; pero al Este la imponente mole granítica del Pindo, retumba incesantemente repitiendo con los ecos el estruendo de la cascada del Ezaro.

 

Nada hay comparable en España a este magnífico salto de agua, ya que se le mire desde el punto de vista estético de la Naturaleza, ya que se le contemple con los ávidos ojos del ingeniero industrial que persigue el hallazgo de fuerzas mecánicas. Es una masa líquida inmensa que se precipita por un tajo del Pindo a más de 50 metros de altura, y forma en el suelo un profundo y ancho río que apenas recorre 300 metros para llegar al mar. Al choque formidable de sus aguas se eleva una nube de vapor que en las rocas más altas se condensa y resbala de nuevo hasta el fondo en multitud de argentados hilos.

 

Contemplando este salto desde donde no llega su continuo rumor de trueno, parece una cascada de grandes y blancos copos de algodón que ruedan incesantemente al precipicio; y cuando en la tarde los rayos del Sol la hieren oblicuamente, aparecen sobre las espumas los brillantes colores del Iris, como si la Naturaleza quisiera ofrecer en aquel fenómeno una bellísima alegoría de la Paz y el Trabajo.

 

La cumbre de donde se desprende la catarata es una montaña de muy poca base por el lado del mar y de grande elevación, formada por aglomeraciones de rocas graníticas de colosales dimensiones en su mayor parte, que ofrecen formas caprichosas y aparentan variados objetos. Allí se admira la “Nave y el busto de Carlos III”, monolitos enormes que se mantienen en extraño equilibrio y que vistos desde el pie de la montaña justifican su nombre. Muchas de estas rocas suelen rodar a impulsos del rayo que aquellas faldas casi verticales, hasta hundirse en el mar; y la montaña misma, con su verticalidad tan extremada, parece, cuando vuelan por el cielo rápidamente las nubes que se vuelca sobre el observador.

 

Su punto más culminante es una meseta de cincuenta o sesenta metros por cada lado, constituida por una sola roca aplanada con anfractuosidades que imitan la corona tuberculosa de una muela, y “moa” se llama en el dialecto del país. Su altura, midiendo muchos centenares de metros sobre el nivel del mar, que es su propia base, y sus faldas casi perpendiculares al suelo, desafían la acerada musculatura del más famoso alpinista, y por esto no es frecuente que la visiten más que los pastores cuando persiguen alguna extraviada res. De personas ilustres, cuyos talentos hicieron útil la ascensión y que la hayan emprendido, sólo tengo noticias de don Gaspar M. de Jovellanos, que exploró ligeramente aquellas cumbres, encontrando algunos objetos célticos que regaló a los museos. Después de este sabio, si alguien escaló tales alturas, fue únicamente buscando la emoción estética que produce un panorama de 100 millas de radio que se distingue desde la cúspide.

 

Yo también “tuve el honor” de ascender a la Moa y de profanar, casi inconscientemente, con mi planta, los numerosos dólmenes que se encuentran por aquellos sitios guardando, seguramente, antiquísimos huesos humanos, más para llegar a ellos, tuve que escalar restos de ciclopeas murallas, inexpugnables fortificaciones construidas quien sabe por quién, en qué tiempos y en defensa de qué enemigos... ¡Lástima que mis escasos conocimientos, entonces aún más escasos que ahora, no me permitieran sacar fruto científico de aquella fatigosa jornada.

Mis exploraciones juveniles por tales riscos, vericuetos y precipicios, al hacerme ver la aridez y pobreza aparente del país, pusieron en mi mente una pregunta que ni los hombres ni los textos, ni las tradiciones, pudieron contestarme todavía.

 

¿A qué vinieron allí tantas y tan variadas inmigraciones?

Fenicios, griegos, cartagineses, romanos y turcos, arribaron en muchas ocasiones a las playas del Pindo y Finisterre, desembarcaron y permanecieron temporadas más o menos largas en aquellos sitios, y aun lucharon entre sí por su conquista, como lo demuestran los vestigios de poblaciones destruidas y de fortificaciones en la Moa; siendo curioso observar que Corcubión no fue fundado por aquellos pueblos antiguos que despreciaron su abrigado puerto para quedarse en las costas bravas y rompientes playas del Pindo y Finisterre, donde fundaron y poblaron Duyo, Estorde, Pindo, Carnota, Lira, Quilmes y otros lugares que hoy son tan solo míseras aldeas, y cuyos nombres helénicos demuestran que fueron los griegos los que durante más tiempo permanecieron en aquellos lugares ásperos y desolados.

 

¿Por qué tan extraña conducta?

Es indudable que el país encerraba entonces grandes riquezas naturales que atraían a gentes aventureras, riquezas que debieron ser de naturaleza mineral, bien que consistieran en metales finos o tal vez en piedras preciosas, porque no es creíble que desde los confines remotos del Mediterráneo vinieran los griegos y los fenicios a pescar sardinas en la rada de Finisterre, única fuente de riqueza que hasta hoy habíamos conocido allí.

El monte del Pindo ofrece, pues, un secreto industrial y un misterio científico que fuera bueno descubrir. La tradición asegura que estuvo poblado de espeso bosque que un incendio formidable destruyó. Muchos indicios corroboran la tradición, como son las piedras, de blanco azulado al interior, ostentando por fuera el color de la calcinación; los abundantes retoños de robles u encinas que brotan entre las rocas y no se desarrollan por falta de humus y que parecen proceder de antiguas y profundísimas raíces; los troncos enormes de árboles completamente carbonizados y semipetrificados, que a veces suben a la superficie desde el fondo de la olla donde se precipita la cascada.

Pero este aspecto del Pindo debió ser muy anterior a las primeras inmigraciones; después un horrendo terremoto dislocó las capas, echó fuera las rocas y desprendió los vegetales que se secaron y fácilmente incendió el rayo. Los minerales quedaron así, sí los hay o los hubo, bajo el granito, y el interior de la montaña lleno de oquedades y grandes cavernas, guardando quizás, las ignoradas riquezas que a buscar venían las naves de los antiguos griego y fenicios.

 

El margen izquierdo de la cascada es un muro de granito, vertical y de superficie lisa, que mide más de 100 metros de altura y ofrece en su mitad un extraño fenómeno. Allí se ve disminuida por la altura en sus proporciones, la boca de una galería que por su forma llaman la Ventaña. Es accesible únicamente para las aves, y sin embargo, en una ocasión se vio en ella una cabra que balaba lastimeramente al borde del espantable precipicio. Para explicarse este hecho hay que suponer que la galería perfora toda la montaña y tiene alguna otra entrada oculta entre las rocas.

Hoy, a causa del admirable progreso de las ciencias, vuelve aquella región a ser valiosísima aun prescindiendo de las riquezas que pueda ocultar el subsuelo, porque los quince o veinte mil caballos de fuerza que ofrece la cascada empiezan a ser aprovechados para la industria.

 

Hace ya bastantes años que una compañía extranjera practicó una sangría en la cascada de 5.000 caballos de fuerza para mover una fábrica de carburo de calcio, sin que el grandioso aspecto del fenómeno sufriese disminución aparente. Y por eso suponemos que las múltiples empresas que andan en busca ansiosa de saltos de agua útiles a la industria moderna, no se habrán olvidado de aquel gigantesco motor natural.

 

Aparte el lado práctico que ofrece la cascada del Pindo, hay allí un secreto científico que descubrir, y ojalá el ingeniero industrial vaya acompañado del geólogo y del arqueólogo para que reconozca esa especie de sepulcro de civilizaciones muertas.

  • J. Figueroa Domenech. Madrid.
  • El Ideal Gallego, 22 de setembro de 1924
 

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