O Modesto Patrimonio: A pedra do Encanto de Olveiroa
Consultando textos sobre a cultura castreña, encontrei un artigo do ano 1897, publicado nun periódico de Bos Aires “El Eco de Galicia”, de Francisco Suárez Salgado. Chamoume moito a atención a reseña desta aventura acaecida no Monte de Olveiroa (Dumbría) referenciando a súa situación xeográfica con grande exactitude e transmitindo ás futuras xeracións que había un tesouro agochado baixo unha rocha e protexido por unha doncela con poderes máxicos.
Esta rocha podería ser un “dolmen” que ao longo do tempo os lugareños transformarían nun lugar máxico, coñecido como “A Pedra do Encanto”. Polo seu entorno pasa o primitivo Camiño Real de Santiago a Fisterra, que na actualidade é o Camiño Xacobeo. Moi próximo a este lugar encóntrase o Castro do Logoso coa sua enorme “croa” a 402 m. de altura e bonitas vistas sobre o horizonte e lindando coa famosa Pedra Cabalgada do Brazal.
Lugares recomendados visitar para coñecer mellor a historia desta comarca. No entorno desta paraxe existiu unha necrópole megalítica que inspirou aos especialistas en Xenealoxía e Heráldica para a confección do actual escudo de Dumbría coas sete mámoas. Este escudo foi aprobado nun pleno municipal no ano 1988.
Este o artigo que fala desta Pedra do Encanto en Olveiroa (Dumbría):
“Un encanto. Historia que parece cuento”
Todos en la comarca miraban con cierta pavura, mezcla de superstición y curiosidad de un grueso peñasco que erguía con su informe silueta a corta distancia del camino vecinal que va de Puente Olveira a Dumbría. Los alquiladores de Santiago que conducían y guiaban sobre lomos de tísicos rocinantes, a los viajeros que iban a Corcubión y Finisterre, solían detenerse al llegar a la empinada cuesta de Olveiroa para decir al señorito “bosté ve ese petón. E a pedra do encanto. Alí din que hay una mina. Efectivamente era la creencia popular, quien sabe desde que tiempo. Pero como todo tiene su término en la vida, había llegado también la hora de rasgar el velo del misterio que envolviera el mencionado peñasco durante tantas generaciones.
Administraba entonces los intereses espirituales de la inmediata parroquia de Corzón un sacerdote amigo mío, campechano, excelente mozo él y tan buen cantor que cuando entonaba el “autus es”, como dicen los paisanos todos abrían tamaña boca de admiración: coma D.Gregorio non canta ningún Crego na redonda. Cantaba el tal Gregorio (que así se llamaba en castellano y lleva por apellidos Rodríguez Maceira, vivo aún si no fallan mis cálculos) entre sus feligreses, había un zapatero,(excuso decir que era de Noya, muy leído y escribido, según los habitantes del Puente. Este discípulo de San Crispín, nombrado D. Pepe, por más señas, en sociedad con el albañil del lugar, adquiere un libro de brujerías, no se de quien no porque medios merced a cuyas revelaciones, contaban seguros descubrir el “encanto” y apoderarse de los tesoros encerrados en las entrañas del célebre peñasco. Mas para realizar sus planes era preciso el ministerio de un sacerdote, pues harto se sabe que sin su concurso no pueden llevarse a cabo semejantes empresas, en opinión del vurgo. ¿A quen chamamos? Se preguntaban una noche los dos comensales, entre sendos tragos de avinagrado peleón, procurando que nadie se enterase de sus cuchicheos.
- ¡Calade! Exclamó el maestro de obra parece prima: D. Gregorio parece feito pro caso. Y allá se dirigen en amigable compañía a la casa d´o señor Abade. Recibíoles éste con amabilidade y buen humor que formaban su característica, y al escuchar las proposiciones de los nocturnos visitantes, solo una carcajada tan ruidosa y estupenda que casi los desmaya de susto. Fueron inútiles las paternales exhortaciones que les dirigió después, tratando de convencerlos de que todo aquello no era más que superstición y locura, consejos y fantasías que sentaban muy mal en personas sensatas como ellos. Convencido, al fin, de que tenía que habérselas con dos alucinados, sonrió maliciosamente el buen padre de almas y dijo: Está bien, mañana mismo iremos a descubrir el encanto; pero me anticipareis una pequeña limosna para el culto, pues no quiero admitir la parte que me ofrecéis de los tesoros que se encuentren. Cerrado el trato y cobradas doce miserables pesetas, que el cura se embolsó tranquilamente, convinieron en que la próxima noche, después de cenar lo mejor posible en el mesón de Talardo, realizarían la singular aventura. Al despedirse no observaron los proponentes en el clérigo un guiño burlesco que contrajo las líneas de su fisonomía bastante picaresca. No hubiera dudado de otra manera, que les preparaba un chasco colosal, como así sucedió.
Al amanecer del siguiente día, de paso para la Iglesia, algo distante de su domicilio, pues no vivía en la rectoral, sino en la casa paterna, se vió a D. Gregorio o Goriño, como le llamaban cariñosamente sus amigos, conversando con un picapedrero de toda su confianza. Las instrucciones que debería darle las supondrá el lector más adelante. Un largo rato después de haber anochecido con el estómago atestado de bacalao y oliendo al buen tinto do Ribeiro, trepaban los tres excursionistas la escabrosa senda que conducía al misterioso penedo. Detuviéronse a cierta distancia; púsose el sobrepelliz y la estola morada, encendieron sus acompañantes dos velas de cera y comenzó la ceremonia. El silencio era profundo, interrumpido a intérvalos solo por el grito de los mouchos, que nunca pareció tan lúgubre a aquellos dos candelabros con forma de hombre. Allá, a lo lejos, destacaba majestuosamente la mole granítica del Pindo, ocultando su cresta en la negrura del horizonte; y la suave brisa que traía sobre sus alas los sonrientes murmullos de la gran cascada del Ézaro, la más imponente de Galicia helaba la sangre en las venas del zapatero y el albañil, que creían escuchar por todas partes las carcajadas del mismo Lucifer.
-Acercaos y alumbrad bien, les dijo el cura conteniendo la risa a duras penas, al verlos más pálidos que los cirios que sostenían con temblorosa mano. Abrió el libro mugriento, hizo la señal de la cruz y derramó agua bendita en derredor y empezó a murmurar unos latinajos que daba pena oírlos. Los ojos de los improvisados acólicos se fijaron instintivamente u con asombro en el vértice de la musgosa peña. No tengáis miedo gritó el oficiante al escuchar los aldabazos que el corazón daba en el pecho de aquellos infelices: si escapáis, todo se pierde ¡firmes¡ ¡ahora¡. Ya se imaginaban ver salir del buche del peñascal chorros de amarillentas peluconas y sus pupilas se dilataban, con los aleteos de una esperanza realizada.
De pronto alumbró la piedra un resplandor fosforescente, percibido a los primeros bufidos de un cohete, que hizo caer en tierra los cirios apagados y tras el relámpago vino un trueno, pero ¡que trueno¡, formidable, espantoso, cuyos ecos propagándose y repercutiendo en la cuenca de las montañas vecinas, parecía anunciar el desplome del firmamento, la destrucción del universo. El zapatero y el albañil, ciegos y aturdidos, dando tumbos y haciendo piruetas, arrancan a correr cuesta abajo como almas que lleva el diablo, sin acordarse ni escuchar las voces de D. Gregorio, que por poco estalla de risa al oír a la distancia el rápido y sonoro taconeo de los fugitivos. El efecto del barreno había sido terrible para ellos, según lo atestiguaron sus esposas al siguiente día, mientras les aplicaban vendajes y cataplasmas. El “encanto” había desaparecido, los pedazos situados en el peñasco al empuje de la pólvora, dejaron ver a los curiosos en su fondo hueco, los restos pulverizados de un ser humano, algunas características ininteligibles y pedazos mohosos de arma de hierro. Desde entonces, los pastores que cuidan sus ganados por aquellas serranías recuerdan entre burlas y chacotas el susto mayúsculo de los “desencantadores” y la soberbia ocurrencia de un amigo de Maceira. (Por Francisco Suárez Salgado, octubre de 1897).
- Periódico “El eco de Galicia”, publicado en Buenos Aires desde 1892.
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