Lluvia

Hay lugares donde la lluvia cae como un castigo, y otros donde lo hace como una bendición. En mi pueblo, ni castiga ni bendice. Aquí, la lluvia llega una buena mañana, desempaca sus nubes, cuelga el abrigo en el horizonte y se queda a vivir. En otras partes de Mundo llueve y escampa; en Galicia llueve y se genera una relación estable entre fenómeno y país que ronda lo matrimonial. Uno despierta, después de no dormir en toda la noche, abre las persianas, y ya está ahí, del otro lado del cristal, acariciando la superficie callada de las cosas. La lluvia es una viejísima inquilina que paga su renta en verde. El cielo gallego respira; la lluvia se encoge sobre los montes, se diluye entre los tejados y deja en el aire el olor que le ha sacado a la tierra. Mucho estudiante se mató en Santiago, cuando no había dinero ni móviles, a causa de la lluvia. En las calles de Santiago, la lluvia pule la piedra pacientemente y el suelo brilla como una reliquia que se ha besado mucho. Tan solo lo que resiste al agua permanece hermoso. A veces uno piensa que el agua no cae del cielo, sino que nos llega directamente del pasado, que lo que moja el suelo es la nostalgia líquida de todo lo que ya fue. Nadie corre, nadie protesta. Llueve, y la vida no cambia; porque la lluvia aquí no es un problema ni una noticia, es el idioma en que está escrito todo lo demás. El gallego sabe que de nada sirve discutir con ella. Aprendió a mojarse con la misma calma con la que todos quisiéramos envejecer: sin dramatismo, pero con conciencia. El turista nos llega vestido de chubasquero y optimismo - dos errores consecutivos bastante graves -, mira al cielo buscando un respiro y no entiende que aquí el agua no cesa, como el rayo de Miguel Hernández, sino que cambia de intensidad. En medio de tanta grisura, de tarde en tarde, aparece una luz oblicua, un reflejo breve que enciende las hojas, los charcos, y los ojos de mi abuela. Dura un momento, lo justo para recordar que también hay sol en cielo. Luego, regresa la lluvia, como quien vuelve a casa después de ir a por el pan. La lluvia, en Galicia, no es un simple acontecimiento atmosférico: es memoria líquida. Cae sobre los vivos y los muertos por igual, nivela las cosas, borra los contornos y enseña a mirar sin prisa. Todo lo que toca se vuelve un poco más cierto. Había que hacer alcaldesa a la lluvia. Y cuando por fin escampa - si es que alguna vez llega a escampar del todo -, queda en el aire un silencio tibio, el mismo que queda después de haber amado a alguien mucho tiempo.

 

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