El hombre que supo masturbar a la guitarra
A mis compañeros del Sirena y a su regencia
Mark Knopfler no toca la guitarra: la acaricia, la provoca. La estimula con dedos nacidos del silencio de las highlands y de la niebla de los pubs cerrados. Mientras otros guitarristas atacaban las cuerdas como quien agrede al mundo, él las sedujo. Orfebre del sonido, Don Juan del punteo, dandi eléctrico que hacía del mástil un cuerpo, y del cuerpo, un pentagrama. Dire Straits suena a la elegancia que ha perdido el reino de la música. En los ochenta, mientras todos buscaban volumen, Knopfler buscaba la voz que no surgía de la garganta, sino de la yema de los dedos.
Sonido limpio sin trampa ni púa: carne contra cuerda, piel contra metal. La pureza absoluta del gesto íntimo, la música como religión sin intermediarios. El estilo de Knopfler es el de la contención erótica de quien sabe que la insinuación es más poderosa que el grito. “Sultans of Swing”, caricia que se repite, brisa de whisky sobre la piel de la tarde. “Brothers in Arms” no se escucha, se reza. “Romeo and Juliet”, es la serenata que Shakespeare soñó con oír antes de morir de amor. Knopfler tocaba de lado, como el que no quiere molestar; esa timidez tan suya, y tan nuestra, era un disfraz de perfección. Alejado del sudor de los rockeros de estadio, fue el caballero que eligió prestar atención al crepitar de un tubo Fender antes que al rugido de la multitud. El los vídeos de aquella época se le ve tocando con la misma naturalidad con la que otros respiran o escriben versos tristes para novias alegres.
¿Qué hubo en él de escritor secreto, de novelista que se expresa en pentagramas? Cada solo suyo es un párrafo con introducción, nudo y desenlace. Porque Knopfler no improvisa, narra. En su guitarra hay literatura: Faulkner afinado en sol mayor, Conrad pasado por un amplificador. Hoy, cuando todo suena más sucio, más falso, más digital, lo escuchamos. Knopfler fue el último romántico analógico, el último hombre que hizo el amor con una Stratocaster roja mientras el mundo aprendía a fingir. La masturbó con la devoción de quien ora: porque para él la guitarra nunca fue un objeto - ni siquiera un instrumento musical -, sino un milagro y tal vez una mujer.
- Abraham Trillo. Estudante, paseante e escritor.
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