“La metamorfosis” o la resaca del alma

Vengo a hablar del temblor que deja la noche cuando la noche se nos sube a la sangre. Vengo a hablar de Kafka. Vengo a hablar de La metamorfosis. La metamorfosis - ese libro breve y eterno -, no es sino el retrato más exacto del hombre amanecido, del hombre que ha pasado por el infierno líquido de las botellas y despierta transformado, no ya en insecto, sino en su propia conciencia abochornada.

Que Kafka nos cuente que Gregorio Samsa se despertó escarabajo es, sin lugar a dudas, una hipérbole literaria, pero más aún es el espejo, tan pulido como cruel, del hombre sufridor de delirium tremens. Ese hombre que, tras la orgía íntima de la víspera, abre los ojos y ya no se reconoce. Ese hombre que escucha pasos de gente que no existe, que ve sombras que no pagan impuestos, o que - como en el caso de Hemingway - piensa que el Servicio de Inteligencia Estadounidense le anda detrás. Ese hombre que descubre en la pared el movimiento ansioso de cosas que jamás se movieron. El delirante se vuelve artrópodo porque el alcohol - cuando se deja - no perdona y acaba por convertir al sujeto en una criatura que se desliza por los rincones, huidiza, taciturna, ajena a sí misma.

El lector piadoso cree que La metamorfosis es fantasía porque no ha visto a un borracho amanecer con los ojos fijos en un clavo, convencido de que ese clavo respira. No ha oído el zumbido del miedo cuando el alcohol desaparece del cuerpo.

Kafka, que era un señor acostumbrado a desayunar culpa y a cenar existencialismo, no escribió un tratado de patología alcohólica, pero desde luego lo rozó. En cada rechinar del caparazón de Samsa hay un vaso que se rompe. En cada patita que se agita sin encontrar postura, un fantasma de los del delirium. En cada mirada horrorizada de los familiares, el eco de ese vergüenza social que rodea al bebedor cuando sus alucinaciones se hacen públicas.

Porque el delirium, como la literatura de Kafka, no perdona el amanecer. Se aferra al hombre por dentro, le desmonta las tuercas, lo obliga a arrastrarse por la habitación buscando un sentido. “¿Qué he hecho?”, se pregunta el señor Troncoso que cantó Triana. “¿En qué me he convertido?”, llora el insecto kafkiano desde su cama que ya no es cama, sino trampilla. Preguntas gemelas, preguntas hermanas, preguntas que se responden solas: uno no se convierte en bicho de la noche a la mañana; y el otro se ha ido metamorfoseando muy lentamente, sorbo a sorbo, culpa a culpa.

La habitación de Samsa es la celda del delirante: un espacio donde la gravedad moral pesa más que la física, donde uno oye cosas que no suceden, donde los muebles adoptan posturas sospechosas. La cama que se vuelve jaula; el colchón frontera entre el hospital y el infierno. Para el delirante, el enfermo, la cama es el escenario donde el cuerpo protesta. Para Samsa, es donde empieza la tragedia. Ambos quisieran darse la vuelta, darle la vuelta a la situación, y no pueden. Ambos quisieran volver a ser hombres de nuevo, pero la biología y el daño alcohólico no admiten devoluciones.

Así nos damos cuenta de que La metamorfosis no es solo una historia sobre un escarabajo triste, sino un editorial sobre la resaca metafísica. Un reportaje de lo que pasa cuando el alma se descorcha. Un aviso - tarde, siempre tarde - de que todo exceso termina por cobrarse su peaje.

El otro día, un amigo me dijo que la lectura de Kafka le había resultado difícil. Eso de que las personas se transformen en escarabajo no es posible. Difícil es despertarse convertido en uno mismo después de destapar tantos vicios. Gregorio no es un escarabajo. Gregorio es, como tantos, el hombre que bebió más de lo que su alma permitía y se vio obligado a pagarle la cuenta a la madrugada.

 

 

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