Profetas

Treinta de noviembre. Seis de la tarde. Fin del fin de semana. Estos dos últimos días han sido largos y he dormido más bien poco. Descuelgo la capa para ponérmela - frío enorme - y me voy al teatro. Bueno, seamos exactos: me voy a ver una obra de teatro a la Casa de la Cultura de Cee; para Corral de Comedias ya basta el gobierno municipal. “Profetas”; magnífica obra a cargo de la compañía Ítaca. Al acto concurre poca gente - veintiséis personas -.

Por si esto fuera poco, que lo es, la mitad de los asistentes da signos claros de que lo que está sucediendo encima del escenario no resulta de su interés - el señor que tengo como vecino en la fila de delante se queda dormido, al poco de comenzar la representación, hasta el aplauso -. La pieza teatral dura ochenta minutos. Metido en la trama, recuerdo la última vez que me encontré a gusto con X. Una de las últimas veces, vaya. El minimalismo con el que está compuesta la escena, así como los recursos que los actores utilizan para narrar la historia, resulta delicioso. Teatro alternativo. Obra de categoría a lo largo de la cual no se deja de reflexionar sobre la eterna idea de la ficción como veneno.

La ficción es un veneno. No una medicina, no una redención, no un bálsamo para el espíritu delicado, sino veneno puro, destilado para alterar la sangre y el pensamiento. Leemos por placer, es cierto, pero también leemos para enfermar: para recibir una dosis de mentira que se instale entre las costillas y nos transforme la forma de recordar lo que somos. Al final, la ficción es eso: una mentira que se vuelve verdad si se deja reposar lo suficiente. Abrimos un libro, encendemos la pantalla, atravesamos un sueño contado por otro, y ya nos encontramos perdidos. Un personaje que nunca existió nos habla al oído con la intimidad de una amante, una escena inventada por un director que desconocemoscomienza a doler como un recuerdo propio. Nos gusta pensarnos fuertes, racionales, amos del corazón y del calendario. Pero basta con leer una novela para que el alma se descomponga, para que uno se levante al día siguiente enamorado de alguien que nunca llegó a respirar o añorando un país que no ha pisado todavía. La ficción es el veneno más educado. Se disuelve en la sangre como el alcohol, y cuando quieres darte cuenta ya piensas con adjetivos ajenos, con substantivos prestados. No cabe duda de que sin ficción estaríamos más cuerdos, pero también más pobres. Véase al pobre de don Quijote, que cuando vuelve a pisar el suelo termina por fallecer. La ficción, prima - tal vez segunda - de la ilusión, nos contagia pasiones que no nos corresponden, dolores imaginarios que nos ensanchan la experiencia. Por eso vamos al teatro: porque nos enferma de humanidad y nos llena de voces, de pasados inventados. Lo aceptamos mansos y felices, porque sabemos desde hace tiempo que existen venenos que salvan. ¡Oh, ficción! ¡Bendito veneno! El teatro resulta el último bar clandestino donde se ofrece el destilado de la ficción. El que entra, sabe; sale más ciego, más lúcido, más vivo. Sale enfermo sin saberlo y muy agradecido.

 

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